"Ecuador en la cuerda floja: cuando la violencia deja de ser una estadística y toca tu puerta"

Por Alejandro Núñez


 


Hay palabras que uno nunca quiere escribir. Y sin embargo, aquí estoy, escribiendo desde la herida. Fui víctima de un secuestro con escopolamina. Lo escribo sin dramatismo, pero con la gravedad que merece. No fue solo un robo. Fue la pérdida momentánea de mi voluntad, de mis recuerdos, de mi capacidad de defenderme. Fue estar dentro de una película de terror con final incierto. Fue ver de cerca esa violencia que muchos prefieren ignorar o reducir a titulares de prensa.

Hoy, como sobreviviente, levanto la voz. No para inspirar lástima, sino para narrar desde adentro la realidad que atraviesa mi país: Ecuador está herido, y el dolor se reparte en miles de historias como la mía.


⚠️ Un país al borde

La violencia en Ecuador no es nueva, pero en los últimos años ha mutado. Ya no hablamos solo de robos al paso o inseguridad en barrios periféricos. Hoy convivimos con secuestros exprés, asesinatos selectivos, sicariato, extorsiones, bandas criminales organizadas y una narcopolítica que descompone todo a su paso.

Según cifras del Observatorio Ecuatoriano de Crimen Organizado, Ecuador cerró el 2024 con más de 7.800 muertes violentas. Y detrás de esos números hay madres que no duermen, jóvenes que se arman para sobrevivir, padres que desaparecen sin dejar rastro. Y también, gente como yo, que vuelve a casa pero ya no es la misma.


⚠️ La normalización del miedo

Hay algo más peligroso que la violencia misma: acostumbrarnos a ella.

Cuando el miedo deja de ser una reacción puntual y se convierte en parte del paisaje cotidiano, algo profundo se ha roto en el tejido social. Ya no saltamos al escuchar una moto que se acerca. Solo apretamos el paso y bajamos la mirada. Hemos aprendido a vivir con la adrenalina activada, como si fuera parte del manual de sobrevivencia urbana.

Hoy en Ecuador, desconfiar es instinto. Salir a la calle implica calcular rutas “menos peligrosas”, esconder el celular como un objeto prohibido, enviar ubicaciones en tiempo real como si fuera lo más natural del mundo. Y lo peor es que estas prácticas ya no se sienten extrañas. Nos han enseñado a asumir el miedo como normalidad.

Nos dicen que hay que adaptarse, que hay que “tener cuidado”, que así está el país. Pero eso no es adaptación: es resignación. Es aceptar que vivir con miedo es lo que nos toca. Es renunciar a la esperanza de que podemos vivir de otro modo.

Y en medio de esa resignación colectiva, se pierde algo aún más valioso que la seguridad: la dignidad. Porque un pueblo con miedo no protesta. Un joven con miedo no sueña. Una sociedad con miedo se paraliza, se calla, se vuelve dócil para quienes se benefician del caos.


La normalización del miedo también afecta nuestros vínculos. Miramos con sospecha al desconocido. Cerramos puertas antes de preguntar. Preferimos quedarnos callados ante un acto injusto porque “mejor no meterse en problemas”. Aprendemos a no confiar, a no ayudar, a no intervenir. Es una forma silenciosa de deshumanizarnos.

Y no se trata solo de miedo a ser asaltados o secuestrados. Es miedo a salir de noche, a hablar, a exigir, a confiar, a criar a nuestros hijos en un país donde no sabemos si volverán del colegio. Es miedo al silencio de las autoridades. Miedo a las noticias. Miedo al futuro.


¿Hasta cuándo?

La verdadera lucha no es solo contra los criminales que actúan en las sombras, sino contra la idea de que no se puede hacer nada. Contra el discurso que nos quiere mansos, distraídos, rotos por dentro. El miedo no puede ser el precio de vivir en Ecuador.

Necesitamos reeducarnos emocionalmente como país. Recuperar la capacidad de indignarnos, de exigir políticas públicas efectivas, de confiar en que merecemos más que sobrevivir. Porque no podemos llamar vida a este estado de alerta permanente.

💔 Lo personal es político

Hablar de mi caso no es revictimizarme. Es ponerle rostro a una problemática que necesita urgente atención estatal, conciencia ciudadana y una prensa que deje de banalizar los hechos. Es también un acto de denuncia contra quienes se lucran del caos y callan por conveniencia.

Pero también es un llamado a la esperanza activa. Porque sí, Ecuador duele, pero también late. Y mientras haya quienes escribamos, denunciemos, eduquemos y resistamos con dignidad, habrá una posibilidad de reconstrucción.


✊ No callaré

Callar sería traicionarme. Sería aceptar que lo que viví no importa. Que todo lo que sentí —el pánico, la vulnerabilidad, el vacío de no recordar— puede ser barrido bajo la alfombra del “así están las cosas”.

Pero no callaré.

Porque callar es darle la razón al miedo. Es hacerle el juego a los que quieren que pensemos que nada puede cambiar. Y yo, que vi de cerca el abismo, no quiero convertirme en eco del silencio.

Escribir esto es mi forma de rebelión. Porque las palabras, cuando vienen de la herida y no del discurso vacío, se vuelven armas sutiles contra la resignación. Y porque narrar lo vivido es también una forma de redibujar los bordes de lo humano: lo que nos duele, lo que nos une, lo que aún podemos reconstruir.


Los filósofos antiguos hablaban del logos como la palabra que da sentido, como la voz que crea realidad. En un país donde reina el caos, hablar es un acto de resistencia filosófica. Porque cuando el horror se convierte en costumbre, necesitamos la palabra para devolverle al mundo su significado. Para recordar que lo injusto no debe ser tolerado. Para afirmar que la vida vale más que el miedo.


Decía Albert Camus: "El único medio de luchar contra la peste es la honestidad." Y eso intento: ser honesto con mi país, conmigo mismo y con quienes aún creen que vale la pena luchar por un Ecuador distinto. Uno donde la justicia no sea una palabra muerta, donde el miedo no sea una lengua materna, y donde la vida no se reduzca a sobrevivir.


Así nace este blog: como un acto de memoria, de denuncia y también de reconstrucción. Porque no soy el mismo que antes del secuestro, pero tampoco quiero ser solo una víctima. Quiero ser voz. Quiero ser eco de otras voces que aún tiemblan. Quiero ser un recordatorio de que en medio de la oscuridad, todavía se puede encender una palabra, y esa palabra puede ser esperanza.

Y por eso no callaré.


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