Cuando el enemigo está en el comité de padres: crónica de una reunión, un quiebre y una tregua

 

“Cuando el enemigo está en el comité de padres: crónica de una reunión, un quiebre y una tregua”

Por: Alejandro Núñez


Cómo lidiar con padres problemáticos dentro de la directiva sin romper la comunidad escolar

"Yo no vine a hacer amigos, vine a que se respeten los derechos de nuestros hijos", me dijo Clara (nombre ficticio de tantos que he visto en el ejercicio de la colaboración en directivas de mis hijas) en la primera reunión del comité de padres.

Me lo dijo sin levantar la voz, sin interrumpirme. Pero la tensión que dejaba flotando era más poderosa que cualquier grito.

Esa fue la primera vez que entendí que una directiva puede tener todo… menos dirección, si no aprendemos a leer las emociones que habitan detrás de los argumentos.

Soy parte del equipo coordinador de padres en una escuela con una larga tradición de participación familiar. Llegué con ilusión. Quería que nuestra gestión fuera innovadora, constructiva, útil. Pero pronto descubrí que no todos llegan con la misma brújula.

¨El problema no era Clara. Éramos todos.
Pero Clara era el síntoma más notorio.¨

Desde el inicio, comprendí que las directivas tienen un papel crucial en la toma de decisiones y en la aprobación de recursos. Pero también noté que algunos directivos, con sus estilos autoritarios o poco flexibles, tendían a imponer sus ideas sin escuchar a quienes estábamos en la operación diaria. Esto generaba tensiones y retrasos, pues cualquier propuesta debía pasar por un filtro rígido que a veces no consideraba la realidad del equipo.

Por otro lado, los padres de familia —en eventos escolares o comunitarios vinculados a la organización— a veces se convertían en una fuente de presión adicional. Su preocupación legítima por la seguridad y el bienestar de sus hijos se transformaba en exigencias excesivas o en cuestionamientos constantes que minaban la confianza del equipo organizador. En algunos casos, sus intervenciones desinformadas o críticas públicas generaban un ambiente de desconfianza y estrés.


El perfil del "padre problemático": ¿víctima, vocero o saboteador?

Desde el primer mes, Clara cuestionaba todo. Cada decisión del docente. Cada costo del evento. Cada cronograma. Su tono era pasivo-agresivo, su presencia constante y su apoyo nulo.

Pero detrás de su actitud descubrí una historia común: una mala experiencia previa con otra institución, donde su hijo fue víctima de bullying y ella, según sus palabras, “no fue escuchada por nadie”. En sociología educativa, esto se conoce como trauma institucional proyectado: cuando una figura de autoridad del pasado ha fallado, toda figura futura es vista como sospechosa.

Y Clara no estaba sola. Había otro padre, Germán, que secundaba sus posturas sin aportar soluciones. Entre ambos formaban un bloque silencioso de freno. Cada vez que intentábamos ejecutar algo —una jornada de limpieza, un bingo, una actividad integradora—, aparecían con una lista de dudas, críticas y supuestas irregularidades. No eran malas personas. Pero estaban actuando desde el miedo… y desde el control.




¿Qué hacer cuando la directiva se convierte en un campo de batalla?

Al principio quise evitarlos. Después traté de confrontarlos. Ninguna de las dos estrategias sirvió. La evitación sólo alimentó su narrativa de exclusión. Y el enfrentamiento frontal los fortaleció como víctimas.

Hasta que un día decidí hacer algo distinto: los escuché sin intentar convencerlos.

Agendé una reunión aparte, sin actas ni testigos. Me senté con Clara en una cafetería cerca del colegio. Dejé que hablara. No defendí al colegio. No justifiqué los errores. Sólo hice preguntas. Y entonces lo dijo:

“Si yo no controlo lo que pasa aquí, siento que mi hija va a sufrir otra vez. Y no pienso permitirlo.”

Ese fue el punto de quiebre.

He sido parte de varias directivas a lo largo de mi vida. Algunas más tranquilas que otras, y otras… bueno, otras parecían zonas de guerra disfrazadas de juntas de trabajo. Recuerdo en especial una directiva donde cada reunión era una lucha de poder, donde cualquier propuesta —por más buena que fuera— se desechaba si venía de “la otra facción”. En ese ambiente cargado, aprendí que el verdadero liderazgo no siempre se trata de tener la razón, sino de encontrar caminos para que las razones se escuchen.

Al principio, quise imponer orden con argumentos, con estatutos, con el “esto es lo correcto”. Pero pronto entendí que, en medio de los egos heridos y las tensiones acumuladas, nadie escucha razones si no siente que ha sido escuchado primero.

Así que cambié de estrategia. Empecé a hacer algo que suena simple, pero en ese contexto fue revolucionario: escuchar sin interrumpir. Di espacio para que cada voz se sintiera reconocida, incluso aquellas con las que no estaba de acuerdo. Pregunté más de lo que afirmé. Y, lo más difícil, dejé de buscar ganar discusiones y empecé a buscar construir acuerdos y ayudar a personas con grandes ideas a tomar el control siendo yo sólo observador, es una forma de dar el control, otorgar el mando para depositar toda la confianza y trabajar en verdadero equipo, ¨cuando se cruzan dos personas con el mismo desorden mental dice una gran persona de mi equipo actual¨ y que funcionamos de maravilla.

Recuerdo una sesión en particular donde propuse que, antes de votar cualquier cosa, cada uno compartiera cómo se sentía con respecto al tema. Sin acusaciones. Solo sentimientos. Fue incómodo al inicio. Pero poco a poco la conversación cambió de tono. La palabra “enemigo” desapareció y apareció algo que no habíamos sentido en semanas: respeto mutuo.

Aprendí también que la diplomacia no es hipocresía, es una forma de cuidar el clima emocional de un grupo. No todo se resuelve con abrazos ni frases motivacionales, pero sí se puede desescalar un conflicto si dejamos de reaccionar y empezamos a responder.

En esa directiva de años atrás se cometieron errores, sí. Pero también se tejieron aprendizajes. Descubrí que cuando las emociones están en juego, las soluciones no son solo técnicas: son humanas. A veces, para avanzar, no necesitamos tener la última palabra, sino dar el primer paso para bajar la guardia.

Hoy, cuando me preguntan qué hacer cuando una directiva se convierte en un campo de batalla, no tengo una fórmula mágica. Pero sí tengo una certeza: las guerras internas no se ganan con más fuego. Se transforman con empatía, escucha y liderazgo emocional. No es fácil, pero es posible.

Y sí, vale la pena.


De la guerra a la alianza táctica

No se trataba de tener razón, sino de darle espacio a su dolor sin que eso significara ceder el control. Le propuse un trato: “Tú encárgate de auditar los presupuestos. Yo coordino los eventos. Pero acordamos trabajar con confianza mínima indispensable. Si alguno incumple, se revisa”.

Aceptó.

Con Germán (nombre ficticio de un segundo padre de familia que siempre secunda al primer conflictivo) fue distinto. Descubrí que no quería ser líder, sólo temía ser excluido. Le ofrecí encargarse de logística, sin demasiada exposición pública, pero con protagonismo real. Funcionó.

No es magia. Es estrategia emocional.



Hubo un tiempo en que estar en una directiva me parecía una misión imposible. Todo lo que proponía alguien era cuestionado con lupa, no por su contenido, sino por quién lo decía. Las reuniones parecían trincheras y cada palabra podía convertirse en munición. Me sentía como un general atrapado en una guerra donde todos creían tener la bandera de la verdad.

Pero en medio de esa tensión aprendí algo crucial: cuando una directiva se vuelve un campo de batalla, no necesitas más soldados. Necesitas estrategas. Personas que sean capaces de mirar más allá del conflicto inmediato y construir puentes en lugar de muros.

Lo que cambió mi perspectiva fue dejar de ver a los demás como oponentes y empezar a verlos como piezas de un mismo tablero. Cada quien tenía algo que aportar, incluso si la forma no era la más amable. Empecé a analizar: ¿qué necesidades no están siendo escuchadas? ¿Qué hay detrás de esa actitud defensiva?

Fue entonces cuando propuse algo diferente. No más votaciones apresuradas, no más bandos. Empezamos a trabajar en duplas, incluso con quienes más chocábamos. Nos sentamos a revisar tareas pequeñas, pero con una regla: nadie salía de esa reunión sin tener un acuerdo en común. No fue magia, pero sí táctica. Y funcionó.

De a poco, dejamos de hablar de “lo mío” y “lo tuyo” y empezamos a hablar de “lo nuestro”. Las diferencias no desaparecieron, pero ya no eran amenazas: eran recursos. Descubrimos que con roles claros, tiempos definidos y espacio para expresar malestares con respeto, incluso el desacuerdo puede ser productivo.

Hoy, cuando pienso en esas batallas internas, no las recuerdo con rencor. Las veo como el terreno donde aprendimos a formar alianzas tácticas. Donde entendimos que la inteligencia emocional también es parte del liderazgo, y que trabajar juntos no es estar de acuerdo en todo, sino saber negociar sin destruirnos.

Así pasamos de la guerra a la alianza. No con imposiciones, sino con estrategia, empatía y una visión compartida.

Cómo enfrentar y neutralizar estas barreras

Con el tiempo, aprendí que la clave está en la comunicación efectiva y en la construcción de puentes de entendimiento:

Escuchar activamente y empatizar: Entender las preocupaciones de las directivas y padres, validarlas y mostrar disposición para encontrar soluciones conjuntas.

Informar con transparencia: Presentar datos claros, planes de seguridad y beneficios de las actividades para disipar miedos y dudas.

Involucrar a los actores problemáticos: Invitar a directivos y padres a participar en la planificación, dándoles un rol constructivo que canalice su energía de manera positiva.

Establecer límites claros: Definir responsabilidades y alcances para evitar que las intervenciones se vuelvan invasivas o contraproducentes.

Fomentar la colaboración: Crear espacios de diálogo previos a los eventos para anticipar conflictos y trabajar en equipo.

Reflexión final

Esta experiencia me enseñó que los obstáculos no siempre vienen de factores externos, sino muchas veces de las mismas personas que deberían apoyar el proceso. Sin embargo, con paciencia, empatía y estrategias de comunicación, es posible transformar esas barreras en oportunidades de crecimiento y colaboración.


En definitiva, el éxito de cualquier evento o proceso interno depende no solo de una buena planificación, sino también de la capacidad para gestionar relaciones humanas complejas. Aprender a neutralizar las influencias problemáticas no es tarea fácil, pero es fundamental para construir ambientes laborales saludables y productivos.

Análisis y lecciones aprendidas

Desde una perspectiva psicológica, muchos padres que sabotean acuerdos lo hacen por mecanismos de defensa: el control, la hipervigilancia, la negación. No son el problema; son el síntoma de una comunidad que aún no ha sanado del todo sus relaciones.

Desde una mirada sociológica, el comité de padres es un microcosmos de la democracia: si no hay confianza, el proceso se contamina. Si no hay reglas claras, el poder se vuelve tóxico. Y si no hay escucha, el miedo ocupa el lugar del diálogo.

La solución no está en expulsar al “padre conflictivo”, sino en contenerlo con límites firmes, funciones claras y respeto mutuo. El verdadero liderazgo no se trata de controlar la agenda, sino de **transformar opositores en aliados funcionales** 

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